martes, 22 de diciembre de 2015

Victoria, Na.Di.e o la Poligonera de San Blas



    Recuerdo, en otra agraciada plenitud de mi vida interior, a uno de esos seres, que no me atrevo a calificar de humanos, de mis vivencias de incipiente madurez. Aún corrían tiempos de pequeños espacios libres para que los desgraciados iletrados creyeran que campaban a sus anchas, allá por finales de los noventa. Por aquel entonces tuve la desgracia de relacionarme con un despojo humano que sabía disfrazar su hedor a tejido muerto, proveniente de su oscura alma, gracias a la capacidad de los individuos psicopáticos de relacionarse en sociedad disfrazados de normalidad, incluso en su entorno más cercano. Con el transcurrir de los benditos años de paz, amor y cariño que me ha regalado la vida, los detalles de las experiencias con los pocos necios con los que me he relacionado se han difuminado, quizá porque jamás me han interesado demasiado.
    Por aquel entonces ya había aprendido que el dinero, en muy pocas cantidades, es capaz de comprar el alma de los seres con amago de inteligencia más despreciables. Almas baratas, forma educada de llamar a los que se comportan peor que una de las profesiones más antiguas. Seres vivos muertos, sin memoria ni empatía, desgraciados desagradecidos, manipuladores capaces de relatar mentiras y de fabricar insultos, de contar medias verdades y completos embustes dependiendo de la persona que tuvieran delante y su facilidad para plegarse y adherirse a sus infectos planes. En aquellos tiempos se estilaba informar casi por completo a la sutil y exitosa zorra a la que inconscientemente se emulaba y desinformar y engañar vilmente al bondadoso  e incauto progenitor al que la genética familiar del propio género había sido capaz de sojuzgar en la generación anterior.
    Victoria, maldecida por su propio nombre, era un amasijo de células supuestamente vivas que apareció en nuestras vidas laborales dispuesta a recibir todo lo que las personas honestas sabemos dar, disfrazando la podredumbre heredada y aprendida en lo cotidiano de una manipuladora y estirada cucaracha, a cuya hija en fugaz iluminación autorredentora pensó en llamar Natividad, idea bloqueada ipso facto a causa del permanente recordatorio que supondría la límpida evocación del nombre de la hija en contraste con la putrefacción de los materialistas fines de la concepción de la mencionada hija y de sus hermanos. Victoria era mucho mejor, debió pensar, reflejaba una forma de ver la vida mucho más acorde con su conducta, dirigida por sus más básicos instintos animales, pero remozada con una buena capa de maquillaje, ropa y peluquería. 
    Recuerdo el día en que escuchamos decir a Victoria, escapándose por una pequeña grieta que el alcohol había abierto en su disfraz, que ella siempre conseguía lo que quería. Esa poderosa afirmación del ego refleja el engañoso sentimiento de superioridad que aflora en seres que carecen de la más mínima formación e inteligencia pero viven rodeados de familiares que de una forma u otra les sostienen, manipulados por arpías que saben manejar los afectos en su favor. Un buen ejemplo de todo ello era el pobre marido. Aquella misma noche comentaba, ufana y desinhibida, desatada, cómo había despreciado a su marido hasta que le había visto con un buen coche y una buena profesión y le había engatusado porque, de nuevo...ella siempre conseguía lo que quería. Y podías ver al pobre infeliz diciendo por ahí que Victoria era una buena chica, mientras viajaba por medio mundo currando como un esclavo para sostener sus caprichos y, el poco tiempo que pasaba en casa, era sojuzgado y obligado a trabajar de manitas del hogar y atender a los niños en pro de una supuesta igualdad de sexos, uno de los trucos más viejos para someter a un buen hombre, quien desahogaba su humillación velada en despedidas de soltero, entre alcohol y amiguitas de una noche.
    Conducía un coche negro barato y usado, de segunda mano, antiguo con apariencia de nuevo, de una marca de lujo, lo cual convertía en verdadero el axioma de que tu coche habla mucho de tu personalidad.
    Era dueña de un perro, el cual tenía permanentemente endosado al sector masculino de la familia en cuanto a su cuidado. Las pocas ocasiones en las que se hacía cargo de él, le permitía cagar dentro de las zonas comunes del edificio donde residía, y era capaz de enfrentarse e insultar a cualquier vecino que la increpara frente a su sucia e inadaptada conducta, y contarlo con visible satisfacción, esgrimiendo una sonrisa de orgullo.
    A la mínima oportunidad hacía gala de un profuso postureo de izquierdas, con pose de sufrida y esforzada trabajadora incluida, probablemente generada por la mala conciencia de ser una parasitaria hija de papá que había sido incapaz de hacer el mínimo esfuerzo por pasar del primer año de una carrera facilita de universidad privada. Cuando se fue acercando el momento de comenzar a parasitar también al ente público y, por tanto, robarnos a todos, trabajadores cotizantes sobre todo, abandonó sus comentarios de proletaria oprimida e incluso comenzó a vestir ropa menos "callejera".
    Victoria, o Na.....Di.. .e......., como la llamábamos sus compañeras, fue despertando, con el paso de los años, a una dura realidad. La de que la juventud camufla la ineptitud, porque castiga el esfuerzo, pero con el tiempo este se ve gratamente recompensado. Y en la década de los treinta años comenzó a llamar la atención en los círculos familiares, laborales y sociales en los que se movía, el patente hecho de que carecía de estudios, no sabía hablar con propiedad de nada, y tampoco sabía hacer nada útil y cualificado. Vamos, que aunque la mona se vista de ropa barata de internet, mona se queda. O lerda, incapaz, digamos que no le daba la cabeza para nada. Además, el inexorable paso del tiempo pasaba su amarga factura y la belleza propia de la juventud, ese arma que algunas mujeres creen que durará siempre, y a la cual lo apuestan todo ya que no tienen, no son, nada más, declinaba. Las arrugas, las canas, las ojeras, las patas de gallo, algunas partes del cuerpo colgando y otras abriéndose en canal, avanzaban sobre la geografía corporal de Nadie, la cual veía crecer el miedo en su alma hueca mientras comenzaba a tratar de disimular los surcos del tiempo con más capas de maquillaje, que ya utilizaba desde muy joven para ocultar sus patillas y su profusa pelusa facial.
    Entregada a una fachada de orgullo, altanería e impostada seguridad en sí misma, se esforzaba por ocultar el pavor que le producían su ineptitud e ignorancia supinas. Era tan simple que se había creído que tan sólo con dar fuertes golpes contra el suelo con sus tacones y tener una respuesta para todo mientras se mueve el cuello de lado a lado y se ponen caritas, como en los vídeos musicales de mujeres de color que sólo saben cantar, le iría bien. Lo que en el fondo sabía, era que todas esas divas de plástico a las que emulaba eran ídolos de niñatas, que siempre acaban mal. Y comenzó a hacer lo que toda mala mujer acorralada por sí misma hace en el mundo moderno: Utilizar a sus hijos, su maternidad, como su última y desesperada arma arrojadiza.
    Intentó coaccionar a mis jefas, unas bellísimas personas que habían confiado en ella, la habían hecho numerosos favores y la habían tratado con sincero cariño. Lo hizo en presencia de personas ajenas a la empresa, así de estirada, orgullosa, barriobajera y estúpida era. Ellas tuvieron que cerrar la sucursal en la que ella trabajaba y, en vez de echarla, la acogieron junto a nosotras en la central y la buscaron algo que hacer. Le pagaron formación para que accediera a una categoría mayor y ganara más dinero, pero ella se dedicó a despreciar semejante regalo sistemáticamente, aunque en el fondo todos sabíamos que era incapaz de estudiar nada. Tenía una de esas frentes tan estrechas que imposibilitan que ahí dentro hubiera un lóbulo frontal convenientemente desarrollado. Le pagaban más horas de las que trabajaba, accedía gratis a los caros servicios de la empresa, sus numerosos familiares sólo abonaban la mitad, cenas y comidas de empresa, regalos de Navidad, sincera preocupación por la salud de sus hijos... Al incorporarse de su tercera baja por maternidad las coaccionó, por medio de una abogaducha recién salida de la facultad, para que la echaran, y así poder pagarse el gimnasio y los caprichitos un par de años a costa del erario público, ya que se enteró de que nuestro maravilloso sistema la abonaba un paro exorbitado por el mero hecho de ser madre. Mis jefas se negaron a cometer un delito penado con cárcel y fuertemente perseguido, madres como eran también, y tuvieron que soportar el vomitivo hecho de ver cómo Nadie les decía a la cara que le daba exactamente igual lo que les pasara y que ella tenía que pensar en lo suyo. Sufrieron lo indecible, al principio, al resultar apuñaladas por la espalda por alguien a quien habían apoyado en todo y en quien habían confiado plenamente.
    Después, al no conseguir llevar a cabo sus abyectos planes de Judas de finales del siglo XX, descubrimos su verdadera personalidad. La Poligonera de San Blas, verdadero ser de rata de dos patas acorralada por la vida, que daba la cara al no conseguir su otro verdadero yo, la Niña de Papá, lo que quería. Regresó a la oficina obligada por las circunstancias, gritando, insultando y golpeando a todo lo que se movía. Se quejó amargamente de realizar la única tarea para la que estaba cualificada, limpiar y ordenar. Disfrutamos viendo sufrir a una mala persona que cuando se mira al espejo cree ver a alguien especial y de categoría social, y cuya imagen reflejada, la real, es una ignorante que sólo sabe limpiar y que ha conseguido llegar a los treinta y pico parasitando los esfuerzos y la clase social de su progenitor masculino. Y que, en una vuelta de tuerca a su alma barata y podrida, descubre que ahora no le queda más remedio que continuar parasitando, en esta ocasión a la sociedad, por medio de sus inocentes hijos. Es ahí cuando vino el período de inventarse visitas al médico, urgencias de sus hijos y bajas más o menos prolongadas, correspondientemente documentadas por un buen detective. Aún así, la podía el carácter soberbio y arrogante, y entonces aparecía la Zorra Revenía, y cometía faltas disciplinarias graves que la llevaban a pasar temporadas en casa sin empleo y sueldo. Lo cual ponía en serias dificultades esa vida aparente que trataba de llevar a base de comprar ropa barata de marca en internet, ir al gimnasio o pagar la letra del cochecillo usado que trataba de usar de insignia de una clase social a la que no pertenecía, o su apariencia de mujer trabajadora e independiente, una de las falsas coartadas para sojuzgar a su marido.
    Salió de nuestras vidas por la puerta de atrás, retratada como lo que en verdad era, una mala persona que ataca a la gente que la aprecia y se humilla por conseguir cuatro perras. Esta salida del armario también lo fue para sus familiares y allegados, algunos de los cuales -uno en especial- ponían su barba a remojar. Y es que algunas ideas oradan los surcos cerebrales como un gusano hambriento, y la de que Victoria era malvada y egoísta se instaló en el cerebro de su marido como en una manzana podrida. Y el gusanito continuó excavando túneles en sus vidas, y le llegó su turno. Mientras los demás progresaban y triunfaban gracias a sus estudios y su esfuerzo, ella, ya algo mayor, vaga, acostumbrada a parasitar y carente de inteligencia y capacidades, tan sólo tenía a sus hijos y a su abogaducha. Así que en esta ocasión los arrojó en forma de divorcio violento, inventando, como buena arpía que utiliza la triste situación de muchas buenas mujeres, una agresión por parte de su marido. Éste terminó viviendo en un pisucho barato alquilado, sin casi ver a sus hijos, y continuó trabajando como un esclavo para pasar a Nadie una pensión desorbitada que ella utilizaba para seguir poniendo capas sobre su vileza y podredumbre. Han pasado veinte años y sus hijos, que no la quieren, salieron jóvenes de casa, y poco a poco han retomado la relación con el buen hombre que es su padre. Ella, muy de cuando en cuando, me llama. Porque además de compañera de trabajo soy su hermana. Yo miro su nombre en la pantalla del teléfono, pulso el botón rojo, y sigo comiendo, feliz, con mi familia. No me ha llamado Nadie.

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